Ya ha pasado un año... Mi última visita a un hospital (espero que sea realmente la última) fue una mezcolanza de experiencias: el dolor insoportable, las ventajas de faltar a la oficina varios días, la incomodidad de las intravenosas... y las enfermeras... Sobre el dolor podría hacer un ensayo entero. Bastará con decir que, por esos días, cargaba el terrible peso de un corazón recientemente roto, esa sombra que a uno lo persigue a todos lados, le roba la sonrisa y se antepone a cualquier sensación o sentimiento. Pero, como dijo sabiamente mi Padawan, no hay dolor del corazón que se compare al de una rodilla rota o, en mi caso, al de un intestino rebelde. De la oficina y las intravenosas tal vez hable algún otro rato, pero de las enfermeras...
Cierto es que el dolor y las drogas me sacaron de la realidad, pero también es cierto que no había nada más real que esas enfermeras. Mujeres contundentes y forradas de blanco, hacían su trabajo como quien lo ha venido haciendo por siglos. Sus cabellos recogidos dejaban ver esos rostros casi inexpresivos mientras movían su inmensa humanidad con exasperante parsimonia. Si se necesitaba manipular algo detrás del espaldar de la cama, se movían como en cámara lenta, se inclinaban sobre mí, poniéndome sus descomunales pechos encima, todo con tal de dejarme “confortablemente instalado”. Tal vez su interés en la mejora del paciente les llevaba a olvidar el recato y bañarnos, un poco con su sudor, un poco con ese perfume de difícil categorización.
Bañarnos... Mejor no hablo mucho del tema, porque tendría que remontarme a la experiencia de tener a un mujerón (más o menos tres veces mi peso) dándome un baño de esponja. Sus gruesos brazos hubieran sido capaces de doblegarme fácilmente, a mí y a mi dolor. Sólo podía cerrar mis ojos e intentar que mi imaginación transforme a la enfermera en una gatita de Porcel. Creo que me hubiera curado inmediatamente si realmente una de ellas hubiera entrado con una esponja y una lavacara.
Pero también está el otro lado de estas serviciales y descomunales mujeres (tengo que aclarar que no eran muy altas, detalle que le da otra dimensión a su cualidad descomunal). Tipo 4 de la mañana, irrumpían en mi habitación como una horda, hablando a gritos y sin tomar en cuenta que yo había podido conciliar el sueño hace muy poco tiempo. Traían consigo su cargamento de pastillas y sus inyecciones para el suero. Lo peor de todo era que, cuando tenían que inyectar “eso” en la intravenosa, empezaba a sonar un teléfono a lo lejos y ellas, siempre impetuosas por hacerlo todo, introducían la aguja como avispas, inyectaban velozmente el veneno y salían corriendo. Como se podrán imaginar, el dolor no era muy soportable. Eso, sin contar la primera noche, cuando dejaron abierto algo que no debían y el suero empezó a regarse por todo el colchón. Cuando las llamé a avisar, decidieron cambiar sábanas y cobijas sin dejarme levantar, por lo que sufrí de máximo contacto corporal con una de estas señoritas.
Tal vez otro rato les cuente de la angelical estudiante de medicina que llegó a auscultarme durante su guardia... Ojalá ella hubiera entrado con la lavacara y la esponja...
Cierto es que el dolor y las drogas me sacaron de la realidad, pero también es cierto que no había nada más real que esas enfermeras. Mujeres contundentes y forradas de blanco, hacían su trabajo como quien lo ha venido haciendo por siglos. Sus cabellos recogidos dejaban ver esos rostros casi inexpresivos mientras movían su inmensa humanidad con exasperante parsimonia. Si se necesitaba manipular algo detrás del espaldar de la cama, se movían como en cámara lenta, se inclinaban sobre mí, poniéndome sus descomunales pechos encima, todo con tal de dejarme “confortablemente instalado”. Tal vez su interés en la mejora del paciente les llevaba a olvidar el recato y bañarnos, un poco con su sudor, un poco con ese perfume de difícil categorización.
Bañarnos... Mejor no hablo mucho del tema, porque tendría que remontarme a la experiencia de tener a un mujerón (más o menos tres veces mi peso) dándome un baño de esponja. Sus gruesos brazos hubieran sido capaces de doblegarme fácilmente, a mí y a mi dolor. Sólo podía cerrar mis ojos e intentar que mi imaginación transforme a la enfermera en una gatita de Porcel. Creo que me hubiera curado inmediatamente si realmente una de ellas hubiera entrado con una esponja y una lavacara.
Pero también está el otro lado de estas serviciales y descomunales mujeres (tengo que aclarar que no eran muy altas, detalle que le da otra dimensión a su cualidad descomunal). Tipo 4 de la mañana, irrumpían en mi habitación como una horda, hablando a gritos y sin tomar en cuenta que yo había podido conciliar el sueño hace muy poco tiempo. Traían consigo su cargamento de pastillas y sus inyecciones para el suero. Lo peor de todo era que, cuando tenían que inyectar “eso” en la intravenosa, empezaba a sonar un teléfono a lo lejos y ellas, siempre impetuosas por hacerlo todo, introducían la aguja como avispas, inyectaban velozmente el veneno y salían corriendo. Como se podrán imaginar, el dolor no era muy soportable. Eso, sin contar la primera noche, cuando dejaron abierto algo que no debían y el suero empezó a regarse por todo el colchón. Cuando las llamé a avisar, decidieron cambiar sábanas y cobijas sin dejarme levantar, por lo que sufrí de máximo contacto corporal con una de estas señoritas.
Tal vez otro rato les cuente de la angelical estudiante de medicina que llegó a auscultarme durante su guardia... Ojalá ella hubiera entrado con la lavacara y la esponja...
Y que te diré... yo, durante mi convalecencia, no espraba que sea una emfermera como las de procel pa' que, ha?
ResponderBorrarRecuerdo muy claramente que habia un nefermero alque yo le decia que me dolía muhco la mano dond estaba la intravenosa y él no me hacái ni cinco de caso hasta que mi pobre mano, que parce empanadita, se convirtío en pequeño bolón y ahi si me hizo caso.
Nada de clinicas ni hospitales... eso espero
Algo parecido me pasó... qué casualidad. Mi mano se empezó a hinchar por la intravenosa y se lo hice notar a la enfermera. Ella dijo que tenía que estar ajustada para que no se me salga -la verdad sea dicha, tenía tantas conexiones esa I.V. que, si no la ajustaban bien, se salía-. Ahora me queda de recuerdo una señal donde estuvo alguna vez la aguja incrustada.
ResponderBorrarFrancamente hubiera preferido que esa señal me la deje una enfermera más interesante, o la estudiante que visitó mi cuarto.
Hubieras puesto unas fotos de enfermeras mas ricas, de ley encontrabas
ResponderBorrarpues en mi mano no quedo señal alguna. pero el dolor fue grande y muy extraño el enfermero en cuiastión tampoco era muy bonito que digamos y cuando desperté de la anestesia lo unico quedeseaba era vomitar y que me quiten la I.V.
ResponderBorrarcambia la historia y hazla más interesante di que es una cicatríz que te dejo una enfermera loca uqe queria contigo y le forcejeo se salío la I.V. y de ahí la marca. una enfermera "secxy" y "sennnsual"
Mejor digo que fue la estudiante de medicina, la octogenaria más guapa que he visto en la vida, cuyo nombre y teléfono, por supuesto, desconozco. Sólo sé que pierde la voz a veces... ¿o sólo le pasó conmigo?.
ResponderBorrarY lo peor de todo es que busco en mi memoria y no puedo acordarme si tenía lentes o no, aunque estoy casi seguro que no.
oye, pero qué te paso gato? por qué estuviste en el hospital?
ResponderBorrarTuve una mortal mezcla de gastritis aguda con oclusión intestinal... Por suerte salí vivo... pese a las enfermeras...
ResponderBorrar¡¡Gracias por preocuparte!!
Algún rato me dijiste Gatuno... Linda coincidencia ¡tenía un hermoso gato que se llamaba Chiquitín Gatuno!
Sí, es una linda coincidencia. En mi familia siempre hemos utilizado esa palabra, y otras parecidas.
ResponderBorrarEstuviste bien malito chico, qué pena. Gastritis con oclusión intestinal... diablos!! qué bueno que te recuperaste.
El otro día bajaba por la calle del Hospital del IESS -por donde suelen estar las pordioseras mellizas ladronas- y, de un taxi que se paró en la puerta, descendieron dos estudiantes de medicina, jóvenes y hermosas. La una me recordó a la que me auscultó en aquellos días. La verdad, no me acuerdo su cara -y no pregunté el nombre- pero esta otra chica me la recordó... Ya ni modo, tampoco quiero volverme a enfermar para que me atienda.
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