Me acerqué al bar para comprar una cerveza. Ella estaba ahí, comprando algo también con su madre. Ya habíamos saludado cuando ella llegó al lugar. Nos miramos, sonreímos, y me preguntó que cómo era que me llamaba yo. Le dije mi nombre y ella lo repitió. Entonces le pregunté su nombre y ella me lo dijo. Hasta ahí, todo bien. Después ella, notando una falta de decisión o un exceso de timidez o, simplemente, unas pocas ganas de conversar, me preguntó si yo era el tipo que se le acercó a conversar en el Aguijón. Yo sonreí y le dije que no, que no era yo. Ella dijo que sí, que sí era yo. Yo estaba seguro que no era yo, pero, por si acaso, por si no me acordara haberme acercado a alguien alguna vez que estuve en el Aguijón, le pregunté que cuándo había conocido al tipo este y ella me dijo que la semana pasada. Con esa respuesta quedé seguro que no era yo y le dije que no era posible que haya sido yo porque no he ido al Aguijón en años. Creo que ella creyó que me estaba haciendo el chist